Nadie puede prometer que los cuentos vayan a darnos más o verdades o certezas. Tal vez los viejos mitos se las proporcionaban a los griegos de Homero o a los pueblos indígenas de América, como si fuesen, por ejemplo, una especie de mapas del mundo. Pero aunque aquella época ya no es la nuestra, seguimos siendo criaturas que cuentan historias. Porque en ellas hemos encontrado un remedio para superar nuestra soledad, una buena manera para crear un sentimiento de integración comunitaria.
Por eso, si la vida nos ha confiado muchos cuentos, algunos piensan que deberíamos contárselos, de nuevo, a todos los que no pueden leer la enciclopedia de la vida. De ese modo, el tiempo y la memoria se renovarían continuamente. Y así se evitará la confirmación de lo que alguien dijo hace tiempo: aquellos que no recuerden su historia, estarán condenados a repetirla…
Había en la antigua ciudad de Bagdad un loco que no decía y no escuchaba nada. Un día le preguntaron:
-Pobre loco, ¿por qué no pronuncias nunca ni una palabra?
-¿A quién queréis que me dirija? –respondió-. No veo aquí a nadie que pueda darme una respuesta.