De noche. Un barrio periférico en una ciudad gallega, en el noroeste. El viento agita las ventanas, susurra, hace surgir el frío entre las rendijas. Se oye en el patio el sonido de un televisor, y en la calle explotan los petardos del carnaval. Estoy en casa, mi tranquilo refugio. Es de noche, ya lo dije, y parafraseo al escritor Vitali Chentalinski.
Trato de vivir y de luchar con las únicas armas que poseo: la memoria y la palabra. La lanza de la palabra y el escudo de la memoria, como explicó el escritor ruso, son los recursos que tenemos, y que a mí me llevan hasta el gran mar de la mitología errante. O tal vez sea el mar de las historias, que Salman Rushdie contó en uno de sus libros, donde se narran las aventuras de Rasid Khalifa, al que llamaban el Océano de la Fantasía.
En la idea de la mitología errante caben todas las historias. Al igual que un iceberg, un mito vivo es visible sólo en un 10 por ciento; el 90 por ciento restante está bajo la superficie de la consciencia. Es decir, que una gran parte de los mitos están hechos con el mismo material que el resto de las historias. Por eso, el cine, esa fábrica de sueños, utiliza un gran número de motivos míticos: la lucha entre el héroe y el monstruo, los combates de iniciación, y figuras e imágenes arquetípicas como la doncella, los paisajes paradisíacos o el infierno.
Cuando un bosquimano muere, lo sepultan con la cara mirando hacia el este –es decir, en dirección al nuevo día- y colocan a su lado unos huevos de avestruz llenos de agua para el largo viaje y su arco, sus flechas y su lanza. Amontonan sobre él arena roja, luego amontonan madera al pie de su tumba y le prenden fuego. Les pregunté: “¿Por qué el fuego?”. Y me contestaron: “Porque está oscuro allí donde él está, y necesita que la luz del fuego le muestre el camino hasta el día de más allá”. Laurens van der Post
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