En un monasterio japonés, hace tiempo, vivía un viejo monje que inspiraba en los jóvenes una especie de respetuoso temor. Porque nada parecía ser capaz de perturbar su serenidad. Se pasaba el tiempo repitiendo que nada malo había en las emociones, fueran las que fuesen, a condición de no dejarse llevar por ellas. Por eso, él siempre permanecía tranquilo e imperturbable. No se le podía ni irritar, ni asustar, ni inquietar.
Una noche, en la oscuridad de los pasillos del monasterio, unos jóvenes monjes se reunieron en silencio en las sombras. Aquella noche el viejo monje tenía que llevar la taza de té ritual hasta el altar. Pero a su paso, todos ellos saltaron de repente con gran estruendo, como fantasmas, como seres aullantes.
El maestro siguió andando tranquilamente, sin dar un paso en falso, sin tambalearse casi nada. Un poco más lejos, en el pasillo, había una mesita de cerezo que él conocía. Con delicadeza, dejó allí la tacita de té, la cubrió con un pañuelo de seda para mantenerla a salvo del polvo.
Después se apoyó contra una de las paredes y lanzó un grito de espanto…
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