Un día, al amanecer, vio una línea amarillenta y empañada que atravesaba el horizonte: era la costa sahariana y la península de Cabo Blanco. Horas más tarde, Maxence había llegado al reino de los vientos alisios que, sin descanso, desgastan, esculpen y corroen peladas y míseras rocas. Se abrochó la brida del casco y saltó al pequeño remolcador que se balanceaba sujeto a los flancos del monstruo.
Durante diez meses, Maxence vivió en esta tierra árida y luminosa…
[vía Rumbo perdido]
Y los grandes desiertos del mundo, el Sahara, el Kalahari, el Gobi, los de Arabia, Persia y Australia, y finalmente el gran desierto americano, ofrecen sus mortales valles y su peligrosa soledad a los que saben que el espíritu languidece en la seguridad y vive de privaciones. En estas extrañas tierras, la tierra saca una repentina nobleza del peligro y de la indigencia. Si, como dice Heráclito, el alma seca es la mejor, entonces el alma consumida del desierto es el dios supremo del mundo.
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