Algunos historiadores saben que, en el viejo País de Gales, hubo una bruja llamada Ceridwen que tenía un caldero mágico. En noches muy especiales parece ser que preparaba una extraña pócima, y quienes la bebían conocían los secretos del pasado, del presente y del futuro.
Hacia el año 1959, dos personajes (Albert Uderzo y René Goscinny) mostraron que ese caldero, a través de caminos ignorados, llegó a una pequeña aldea de la Bretaña gala. Los druidas de aquella tribu lo utilizaron de forma ininterrumpida durante décadas, hasta la llegada de las legiones romanas, momento en que desapareció sin dejar ningún rastro. Por esos escritores citados se sabe, por ejemplo, que un druida llamada Panorámix el Viejo, mezclando componentes raros y desconocidos, elaboraba una poción mítica que acrecentaba el valor y la fuerza de los guerreros.
Por desgracia, nuestro caldero mágico no presta esos servicios. Aunque se reclama heredero de la bruja Ceridwen, del druida Panorámix y de otras gentes de muchas culturas que nos precedieron. El caldero sólo sirve, Ismaíl dixit, para reconocer los secretos del pasado, del presente y del futuro de la escritura de los niños; para aprender a escribir inventando historias de acuerdo con la estructura inmemorial y los arquetipos de los cuentos populares. Para alcanzar ese objetivo, el caldero proporciona una variedad de tareas de escritura diseñadas para activar la imaginación, pero también para desarrollar la lectura y el pensamiento.
Un caldero, en definitiva, es simplemente un tipo de presentación, un organizador narrativo para pensar y escribir. Una gramática del cuento popular que resume los principales acontecimientos que se pueden decir, como sus personajes, las escenas y las características básicas de la estructura de un relato. Pretende desarrollar el sentido de las historias y facilitar a los niños la elaboración de composiciones narrativas. Y, de manera especial, la práctica de la escritura en el aula.
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